Escribir
con tinta tiene sus bemoles. Debe secarse antes de girar una carilla y eso le
da una parsimonia de tiempo muerto que permite escuchar el entorno: ladrido de
perros en la noche, dos guau atrás de la medianera y un repique más lejano de
otro can que no identifico. Autos presurosos. Un acúfeno débil que percibo más
intenso en esos lapsos. Tren de carga. Mientras espero que se seque siento
náuseas. Un cigarrillo después del gimnasio puede ser gatillo de ese vahído que
recorre el estómago y sube por el pecho hasta nublar la vista. Mejor no me
muevo. Espero que desaparezca, mientras se seca la tinta. El cigarrillo… es
mentira. Fumo desde los quince, al menos de forma habitual. Antes había probado
a los siete: un colorado hurtado de la marquilla de mi viejo, o de mi vieja.
Sacaba alternativamente de uno y de
otro, así no no notaban la falta, aunque alguna vez se preguntaron “che, vos me fumaste algún pucho?” y
quedaban en “No, estás loco, te los habrás
fumado sin darte cuenta…”. Recuerdo, mientras se seca la tinta. No, las
náuseas no son por el pucho, aunque me haya fumado un atado compulsivo sin
solución de continuidad, para llenar el espacio solitario de la boca con las
volutas nicotínicas, ardiendo la brasa casi más larga que el filtro, golpeando
los receptores lipidicos del cerebro con su encastre taquicardizante.
Mientras se seca la tinta, en un tiempo real marcado por la
marcha indiferente de la aguja plateada del segundero, la parsimonia de la respiración
de la gata, ajena en su universo animal a los sobresaltos que no impliquen
cuestiones bien prácticas y recurrentes como un maullido amenazante en el
patio, o la urgencia miccional, casi lo único que puede moverla de su siesta;
me vuelve el recuerdo intruso...el mismo siempre.
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